Por Hector Abad Faciolince
Colombia ha tenido en los últimos meses una campaña política muy polarizada e incluso desbordada hacia el insulto y la mentira, pero una campaña completamente libre: nadie puede decir que se ha coartado su libertad de expresar lo que piensa, y nadie puede decir que el actual gobierno lo haya amenazado o intimidado por debatir con fuerza. Ha habido incluso una falta de respeto explícita (“con usted no se puede ser respetuoso”, le dijo Zuluaga al presidente) y se han usado mentiras y tergiversaciones.
Nada habla mejor del gobierno del presidente Santos que esta libertad con la que hemos podido debatir y defender lo que pensamos: Robledo su voto en blanco, Zuluaga sus maromas sobre la paz, Uribe sus insultos por Twitter, la extrema izquierda sus proclamas para afirmar que Santos y Zuluaga son la misma perra con distinta guasca.
Muchos se han quejado de una campaña así, y la han llamado sucia. Sí, ha habido un debate feroz e incluso se han cometido ilegalidades. Pero cuando algunos analistas dicen que esta es la campaña más fea de la historia de Colombia, se equivocan: las campañas más feas eran esas en las que con los candidatos no se discutía, sino que se los mataba. Eso era lo que pasaba aquí no hace mucho tiempo. Por eso repito: si algo se le debe abonar a Santos, es la libertad con la que hemos discutido todos.
Precisamente por esa libertad, a estas alturas, creo que ya quedan muy pocos argumentos por esgrimir. Todo ha sido dicho y a estas alturas serán muy pocos los que —en un esfuerzo de ser razonables— cambiarán su voto. Uno en general cree que la gente piensa y luego decide por quién votar. Yo creo que es más bien al revés: uno siente con las tripas por quién debe votar, y luego busca argumentos para justificar su voto. Así actúan incluso los más racionales, los llamados intelectuales: la pobreza de argumentación de escritores de derecha como Plinio Mendoza y Enrique Serrano, o de izquierda como William Ospina, que han llamado a votar por Zuluaga desde orillas distintas, confirma la tesis de que somos más viscerales que racionales.
Aunque hace cuatro años Santos no era santo de mi devoción, pues yo creía que sería la tercera parte de Uribe, hoy mis tripas y mi cabeza me dicen que en este momento debo apoyarlo. Me lo dice, sobre todo, mi libertad: la libertad de la que he podido hacer uso sin miedo en estos cuatro años. Con Uribe, o su muñeco afónico, en el poder, dudo que podamos seguir opinando sin mordernos la lengua, sin miedo. Desde su campaña se nos señala, incluso a quienes hemos mantenido siempre posiciones de centro, de ser unos peligrosos mamertos, guerrilleros y comunistas a quienes ellos sabrán cómo callar.
Yo no sé qué pensamientos hay en el cerebro más hondo del presidente Santos ni qué sentimientos se esconden en el corazón de Zuluaga. Una reina de Inglaterra decía que uno no debe juzgar a los hombres por su corazón, que es siempre oscuro, sino por sus actos: y los actos de Santos, durante su gobierno, han sido buenos en general. Lo que ofrece Zuluaga, en cambio, es la restauración de un gobierno autoritario en el que volverían a tener poder los personajes más antiliberales de la política colombiana.
Por eso, si gana Zuluaga, como parece ser en este momento igual de probable (las últimas encuestas dan un empate), se abre un capítulo de incertidumbre. ¿Zuluaga gobernará obedeciendo al pie de la letra a lo que diga su mentor, y sus aliados más tenebrosos? Si gobierna con ellos, el país se saldrá de madre y viviremos de nuevo años de odio y plomo. Pero si Zuluaga es tan zorro de haberse sabido camuflar a la sombra de los derechistas, pero gobierna como un godo honorable —que los hay—, como un conservador decente, y no como un energúmeno vengativo, tendremos esperanza de sobrevivir. Hoy se terminan, gane quien gane, las teorías y las hipótesis. Si gana Santos, se nos acaba el miedo de que Uribe suba otra vez. Si gana Zuluaga, empieza el miedo de cómo habrá de gobernar.
Tomado de Elespectador.com
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