Después de las elecciones creo que todos (ganadores y perdedores) quedamos tan maltratados como las piernas de los futbolistas después de un partido.
Autor: HÉCTOR ABAD FACIOLINCE
Por eso es hora de cambiar de tema y, en lugar de restregar en la cara la victoria a los perdedores, o en vez de denunciar a quienes nos pusieron —con foto— en un mosaico al lado de guerrilleros acusándonos de ser “comunistas, terroristas, sicarios”, hablar más bien de la otra alegría que hoy duplica la felicidad electoral: los estupendos partidos del equipo de fútbol de Colombia, guiado magistralmente por el elegante y discreto José Pékerman, el judío gaucho. Sus victorias son victorias bien estudiadas, de alguien que trabaja con la razón y el estudio, y no con el bolillo machista y patriotero de los que creen en la prepotencia, la victoria a como dé lugar, el enemigo, y demás tonterías emotivas, nacionalistas y dañinas.
Por muchos años los colombianos tuvimos que resignarnos a ser hinchas de otros equipos latinoamericanos. Algunos, de Argentina o Uruguay; otros —entre los que me cuento—, de Brasil. El Mundial del 70, que vi a los 11 años con mis primos de Cartagena, en las vacaciones de mitad de año, es para mí el recuerdo de una victoria casi propia: la del equipo que mejor ha hecho goles en la historia. Yo creo que fue por ese Mundial que Colombia adoptó una camiseta del mismo color de la de Brasil: algún día queríamos ser como ellos. Y además ese era el color de la mitad de nuestra bandera (la que William Ospina adoptó adecuadamente como su franja, hace años, para no tener que ser ni rojo liberal ni azul conservador).
Y el equipo de este año, al fin, e incluso sin la magia de Falcao (sacado del Mundial por el azar del choque con un jugador de segunda), es un equipo que juega colectivamente, y baila, y corre, y agrada. Hace un fútbol alegre, pero eficaz y serio. El portero es sereno, Cuadrado con la redonda es inventivo, todo lo contrario de cuadriculado, James es inteligente, Yepes es fuerte. Es posible que incluso el hecho de no tener en la selección a un ídolo, a un claro referente adelante, le haya convenido al equipo para jugar de un modo más colectivo.
El otro día un amigo, Ricardo Bada, me mandó un ensayo muy agudo sobre el fútbol, en el que un inglés, Simon Critchley, define este juego como “el ballet de la clase trabajadora”. Y al ver la hipnosis, la emoción, la magia de tristeza y alegría que un partido de fútbol puede generar en millones y millones de personas en todos los continentes del mundo, uno no puede dudar de que Critchley tiene razón. Ahí él subraya también la importancia de que un equipo sea una asociación de individuos que juega colectivamente, y en el que el esfuerzo personal se traduzca en un efecto de conjunto, en el que cada uno trabaja para todos los otros, defiende y ayuda a todos los otros, y recibe al final una porción del triunfo colectivo.
Sí, he cambiado de tema para alegrarme como toda Colombia por tener una selección en octavos de final en un Mundial. Pero algo más sobre el tema viejo y político sí tengo que decirlo: los triunfos de los ciclistas en Italia, y el de la selección en Brasil, le ayudaron tanto a la victoria de Santos como la unión de muchos partidos contra el miedo y la guerra. Algunos trataron de convencernos de que en Colombia nada ha cambiado desde los tiempos de la Colonia; otros intentaron asustarnos con el coco de que Colombia iba hacia el abismo del castro-chavismo. Unos y otros querían hacernos ver como un país triste y derrotado, o como un país abocado a la tiranía y al fracaso económico y social. Nosotros apostamos por un país optimista, deseoso de triunfo, alegre y sereno al mismo tiempo. La cosa salió bien: por eso esta semana hemos estado bailando en una pata. Bailando al ritmo de los votos y de los goles, contra los pregoneros del resentimiento y los profetas del miedo. Ya vendrán, seguramente, tristezas y derrotas, porque la vida es así. Pero, cuando vengan, que nos quiten lo bailado.
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